sábado, 20 de marzo de 2010

Diabladas, sucedidos y leyendas (de Argentina) - DDitter Producciones

Argentina, La Pampa, 1880
Martín, Cruz y Mandinga se encuentran gracias a los designios del destino. La llanura pampeana los acoge y los invita a contarse algunos sucedidos, mitos que han conformado y que conforman nuestra identidad argentina.

Piloto Parte I

Piloto Parte II

Piloto Parte III

Piloto Parte IV

Piloto Parte V

miércoles, 23 de diciembre de 2009

El hombre que se aburría


“Luisito, en esta vida hay que ser alguien”, le aconsejaba su abuela.
Luis le hizo caso. Y fue de todo.

Luis Santiago Buero es escritor, periodista, guionista y psicólogo social. Además de colaborar en revistas como Para ti, Sex humor y Cosmopolitan, ha publicado varios libros de cuentos, como “Príncipes y Medias Lunas” (1971), “Cuentodisea” (1975) y “El último otoño y otros cuentos” (1982). Es autor también de “Historia de la Televisión Argentina Contada por sus Protagonistas 1951/96”, “Hablan los autores”, y faja de honor de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) del año 1983.

Pero llegar a esto no fue fácil, sobre todo para los que lo rodeaban. De chiquito quería ser director de películas de cowboy. Cuando jugaba con su hermanito, lo dirigía: antes de calzarse el sombrero y agarrar la pistola, le inventaba un personaje, una historia y una misión. También le gustaba jugar al fútbol –es de Racing- pero ése era un juego con reglas, y a él le interesaba mucho más el mundo en el que las reglas las inventaba él. Su propio universo, a su original medida.

El secundario no fue muy distinto. Escribía cuentos y creaba historias en las que mezclaba ficción y realidad: situaciones de aventuras que nacían en sus letras, y en las que –su hermanito lejos- ahora metía a todos sus amigos.

Sin embargo, y muy a pesar de toda esa fuerza creativa, cuando tuvo que elegir qué estudiar, se anotó en Economía. Es que el mandato paterno era fuerte, y él debía convertirse, de acuerdo a esos cánones, en contador público.

Por suerte, casi terminando la carrera, se avivó, y dejó para empezar Producción de Radio y Televisión en el ISER (Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica), en el que actualmente –por esas vueltas de la vida- dicta clases.

Fueron dos, en realidad, los giros que él considera significativos en su vida profesional. El primero consistió en mostrarle sus cuentos a Victoria Ocampo, logrando que comenzaran a publicarlos en La Nación; luego, mucho más tarde, vendría el taller de guión de Maria Inés Andrés, con quien aprendería a escribir historias desde la mirada del director.

A partir de ahí todo parece encauzarse. A fuerza de llevar sus trabajos a diferentes canales, lo terminaron llamando para guionar “La Familia Benvenuto”, una comedia de Telefé, desde 1991 hasta 1995. Continuó colaborando con “Los Rodríguez” y “Señoras y señores”, todos ciclos del mismo canal, entre otras cosas.

Luis Buero, sin embargo, es un hombre que no soporta hacer eternamente lo mismo.
Suele aburrirse rápido. Eso quizá explica que, habiendo ya delineado una trayectoria importante como guionista y periodista, haya cambiado radicalmente el dial, para acercarse a la psicología social.

Quiso contestar una pregunta que muchos le hacían: ¿Por qué los programas “malos” son los que tienen más rating”? En el afán de superar su duda, terminó la carrera, para continuar con una consultoría psicológica de la que, además del mal hábito de ver a Lacan hasta en la sopa, le quedó un taller, “Cuando los celos te carcomen”, que se desarrolla actualmente en el Hospital Tornú.

Su abuela, que en paz descanse, debe de estar contenta: Luisito no sólo supo imaginar cuántas cosas podía hacer una persona. Supo llevarlas a la realidad y a la ficción, concretándolas en un universo especial, en el que él, definitivamente, es alguien único.

Diabladas, sucedidos y leyendas (de Argentina)




Se dice … que a los
remolinos y a las tormentas los crea “Satanás”, “Leviatán”, “El Diablo”. Y
que este cabalga montado en su misma furia en el centro de ellas. A esto, los que
saben, los que entienden de lo oscuro, los habitantes de la noche, esos pocos, lo
llaman… diabladas.

Siempre hermano
recuerde una leyenda, la que le cuento ahora,

si puede, recuerde...

Que para no ser
notado, por El… “El Diablo”, para no llamar
su atención, su apetito, dicen que ante el remolino o la tormenta, solo usted
ruegue, persígnese y ruegue a la “Pachamama”, - a la madrecita tierra, a la Maria,
un Salve, pero… en vos baja, muy baja.

Y no mire, nunca
mire de frente a la tormenta, no la desafié, por que…

“El… Mandinga”. - El… si se enoja, le comerá el alma en un
respiro.

Diabladas, sucedidos y leyendas, en producción

martes, 27 de octubre de 2009

El Che Guevara de los medios


Sostenerle el papel higiénico a Tato Bores afuera del baño, cuidar de los mínimos detalles de la dieta de Luciano Pavarotti para no perjudicar su delicado estómago o internarse en la Villa 31 de Retiro y ver cómo se vende droga son todos botones de muestra de la versatilidad de un hombre al que nunca nadie le ha podido decir que no.

Daniel Ditter tiene 53 años y más de 30 de trayectoria en la televisión argentina. Trabajó en los canales 13, 11, 7, 9 y 2, llegando a gerenciar los Estudios Pampa, durante la década de los 90. Pero su vida profesional comenzó conectando cables en un teatro de revistas.

De chiquito quería ser granadero. Pero una circunstancial amistad hizo que se introdujera para siempre en el mundo de la televisión. Tenía sólo 14 años cuando uno de sus amigos lo llamó por teléfono desde Canal 11 para decirle que lo necesitaban. A partir de ese momento, nadie pudo pararlo: fue productor de Tato, grabó los primeros capítulos de la Aventura del Hombre, rió con Jorge Guinzburg, lloró barriendo decorados.

Se dice apolítico porque no le gusta jugar al paddle ni tomar whisky. De ideas bolivarianas, se considera una especie de Che Guevara de los medios por su idealismo, y frente a las críticas, termina aceptando gustoso el ser rotulado como peronista. Su forma de ser ambigua es para él sinónimo de libertad, y cree que lo que hace vale la pena si le deja algo a sus cuatro hijas. Considera que planta árboles para no ver sus sombras.

No cree en los ídolos –para él nadie es bueno o malo todo el tiempo- pero admira a Mariano Moreno, a Artigas, a Evita y a Sean Mc Bride. Sanguíneo y pasional, su forma de ser le acarreó varios problemas a lo largo de su carrera profesional: en un medio en el que decir que alguien es buen tipo es perjudicarlo, supo mantener su corazón y sus sueños intactos.

Cuando terminó el secundario quiso ser abogado, pero su trabajo como camarógrafo lo obligaba a estar todo el tiempo de viaje, por lo que tuvo que abandonar momentáneamente su idea. Obstinado, retomó sus estudios a los cuarenta, pero se dio cuenta de que su fuerza de voluntad, su excelente oratoria y su capacidad de reacción tenían que verse plasmadas en la comunicación, y no en el litigio. Así fue como comenzó con la docencia.

Dicta clases en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica ENERC, en el Instituto Sudamericano para la Enseñanza de la Comunicación (ISEC), en Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica (ISER), en la Escuela Superior de Cine de Eliseo Subiela, en la Universidad de Belgrano y en la Universidad de Palermo.

Actualmente, trabaja en el piloto de un programa de su invención, “Diabladas, sucedidos y leyendas”, en el que se busca retornar a los orígenes para recuperar y revalorizar las raíces de cada pueblo, a través de los mitos, esas historias fantásticas que, según él, son perfectas para soñar.

Diabladas, Sucedidos y Leyendas (de Argentina)
Piloto (Parte 1)
¡Veánlo haciendo click en el link a continuación!

http://www.youtube.com/watch?v=jikfWUm96qA

martes, 6 de octubre de 2009

Entrevista a Fabiana Túñez, de la Asociación Civil La Casa del Encuentro


Fabiana Túñez es una mujer delgada, de pelo castaño rojizo corto, mirada penetrante pero dulce y voz enérgica. Al llegar a la Dirección General de Defensa del Consumidor –en donde trabaja de lunes a viernes- me hacen pasar a su oficina, un cuarto en el que apenas caben ella, sus ganas y las mil carpetas de formularios que transcribe a su computadora mientras atiende por teléfono a la producción de una radio provincial en la que todos los jueves hace una columna sobre género.
Fabiana es la Coordinadora General de la Asociación Civil Casa del Encuentro, un espacio feminista, social y popular en el que, junto con Ada Beatriz Rico y Marta Montesano, trabaja contra toda forma de violencia y discriminación hacia la mujer.

¿Cómo surge la idea de formar este espacio de lucha?

Éramos tres amigas que estábamos muy locas, que sentíamos que había una asignatura pendiente: construir un espacio feminista que fuera abierto, un espacio físico real, no virtual, en el que se le diera respuesta a la mujer concreta, la de carne y hueso.

¿Cómo fue concretarlo?

Siguiendo la lógica de un feminismo construido entre todas las mujeres pero de cara y con la sociedad, un día juntamos nuestros ahorros y abrimos una sede en Honorio Pueyrredón al 600. Empezamos de a poquito con un proyecto muy bien delimitado, que luego fue creciendo.

¿Qué actividades se realizan hoy en La Casa del Encuentro?

Tenemos talleres y grupos de asistencia y de fortalecimiento a las mujeres en situación de violencia. Acompañamos a las familias que están buscando a sus hijas víctimas de la trata de personas. Y tenemos la Carpa Itinerante de las Mujeres Contra Toda Forma de Violencia, que trasladándose lleva nuestro mensaje a diferentes lugares del país.

Ayer estuvieron frente al Congreso haciendo una radio abierta. ¿Cómo empezó esta actividad?


El 3 de abril de 2007 la Asociación Civil convocó a la primera marcha por las mujeres desaparecidas en democracia por las redes de trata para la prostitución. Desde ese entonces, el tercer día de cada mes se lleva a cabo esta movilización, con la participación y coordinación de diferentes grupos sociales y políticos.

¿Cómo participan los familiares de las nenas desaparecidas?

Se muestran las fotos, se aprovecha la instancia para difundir los casos a nivel de medios de comunicación. Ayer estuvo con nosotros el papá de Rocío Marini.
Por suerte pudimos sostener esta actividad, que sirve para instalar la temática y darles una tribuna a las familias que están buscando a sus hijas. Es un punto de referencia que ya está instalado, los 3 de cada mes hay un grupo de personas que lucha contra los molinos de viento y contra los intereses políticos y económicos de estas redes.

Ustedes hacen “arte político”. ¿Qué es eso?

Es una manera de llegar a nuestro auditorio desde una acción que habla más que miles de estadísticas.
La performance de la trata, por ejemplo, es un acto muy corto, de ocho minutos de duración, en el que hay una mujer encerrada en una red y una mamá que la está buscando. Cuando hay una ponencia, o algo muy formal, nuestra intervención en un principio siempre tiene que ver con algo que deja al auditorio sensibilizado.
Y es efectivo porque le hablamos a la persona, no al título.

¿Trabajan en conjunto con actores?

No, lo hacemos nosotras. Porque concebimos nuestro accionar con poner el cuerpo en lo que uno hace. Esto nos atraviesa: como mujeres, como personas, como víctimas de este tipo de violencias de género. Y ésa es nuestra idea: hacer que los demás sientan adentro suyo lo que hacemos, porque nosotras lo hacemos desde nuestro corazón.

martes, 29 de septiembre de 2009

Clase de Periodismo


Clase de Taller de Comunicación Periodística, aula 105 de la sede perteneciente a la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, ubicada en Ramos Mejía y Franklin.


Diego Rosemberg, periodista -y profesor- les dice a sus alumnos que van a hacer un ejercicio. Acto seguido, se acerca a la silla detrás del escritorio, toma una bolsa verde y plateada, la abre, saca un oso de peluche y lo pone arriba de la mesa.

Se sienta detrás del escritorio -a su lado el oso de peluche- nos mira y nos dicta la consigna: En 15 minutos debemos de escribir una nota acerca de lo que acaba de ocurrir.


El ejercicio está apuntado a detectar la noticia, aplicando para esto los criterios de noticiabilidad que ya hemos estado repasando.

Los alumnos escriben, y pasados los 15 minutos, leen sus producciones.


Rosemberg escucha atentamente cada noticia: todas han detectado como hecho que un profesor, en un arranque de pedagogía absurda, ha sacado un oso de peluche y le ha pedido a la clase que escriba sobre él.

Inmutable, nos recrimina que no hemos sabido detectar la noticia.


Frente al silencio absoluto, nos observa con mirada socarrona, toma el oso de peluche y lo levanta: debajo tiene un papel que dice "ESTO ES UNA BOMBA. PNT"


Ante el mutismo continuado, nos alecciona:


"No han sabido detectar la noticia, porque la noticia es la bomba en el oso.
Nadie se ha acercado siquiera para verlo mejor. Y por no mirar no han visto lo que pasaba. Un periodista no puede quedarse cómodamente sentado en una silla. El periodismo es incómodo.

EL PERIODISMO NO SE HACE SENTADO DETRÁS DE UN ESCRITORIO.


El periodista es el que se acerca al lugar de los hechos, y los interpela. Para conocerlos. Para ver lo que el común de la gente no ve.


El periodista es el que busca la bomba en el oso. El periodista es quien la denuncia.


EL PERIODISTA QUE HACE PERIODISMO DESDE LA COMODIDAD DE SU DESPACHO NO ES PERIODISTA, ES BURÓCRATA.


EL PERIODISTA TIENE LA OBLIGACIÓN DE VER LO QUE LOS DEMÁS NO VEN, Y MOSTRARLO.

DEBE HACER VISIBLE LO INVISIBLE.


NO OLVIDEN NUNCA QUE DEBEN DE ENCONTRAR LA BOMBA EN EL OSO DE PELUCHE."


Retomo a otro gran profesor, Daniel Ditter, que sostiene que un comunicador es un portador de luz, y ratifico, que no debemos olvidar cuál es el sentido de nuestra profesión.


Por lo pronto, yo nunca olvidaré al oso de peluche.

Y espero no pasar nunca por alto que no es lo mismo ver que mirar,

ni oír que escuchar.

Y espero algún día llegar a ser una luz que ilumine esos peligrosos y muchas veces inexplorados conos de sombra que nuestro presente nos ofrece, para hacerlos así transitables a todos aquellos dispuestos a caminar.

jueves, 30 de julio de 2009

Higiene amoral

Para cuando la muerte del Señor Ripossatti se produjo, nadie sabía ya cómo había comenzado toda esa debacle del barbijo, la limpieza y los estornudos.
Algunos pensaban que la cosa había comenzado en los colegios; las maestras, decían, siempre han sido las primeras en insistir con la higiene personal: que lavarse las manos, que atarse los pelos, que cortarse las uñas. Otros, más cercanos al sentir general, culpaban a las madres: este ataque insecticida de ignota desesperación por la asepsia tenía que ser producto de una confabulación de amas de casa y madres por naturaleza, de esas que te hacen usar los patines para caminar por el piso recién lustrado del comedor y a la que no se le puede entrar a la pieza después de jugar un buen partido de fútbol sin antes restregarse con jabón Espadol (por lo menos).
Lo cierto es que las convenciones de limpieza general habíanse exacerbado de forma inquietante.
Al principio la cosa no pasaba de una recomendación general, comentario éste que encubría una amenaza pasajera. Era sencillo: el que no cumplía con las normas de higiene, afuera. El alcohol en gel, producto estrella de esta primera etapa de prevención ineludible, comenzó a irrumpir en todos los escenarios del espacio público.
Los primeros en colocar sendos bidones de alcohol en gel fueron los restaurantes. El recién llegado debía quitarse primero las prendas que no necesitaba para llevar a cabo su ingesta de alimentos. El proceso era simple: un mozo con guantes de látex y barbijo se llevaba los abrigos y carteras, mientras otro ya estaba esperándolo para rociar con aerosol desinfectante las prendas del cliente, antes de echarlas en una bolsa plástica hermética, especial para resguardar productos de alto contenido tóxico. El comensal (que a estas alturas ya había sido desinfectado de forma análoga a sus accesorios, con alcohol en gel y desinfectante en aerosol, respectivamente) podía ya ubicarse en la mesa, en donde el primer mozo traía la carta, y el segundo pasaba un trapito con lavandina sobre la superficie de la mesa. Por si las moscas.
La gran sorpresa se produjo con la aparición de tubos gigantescos de alcohol en gel y laxos repartidores de barbijos en las plazas, los parques y los supermercados. Con esta nueva metodología, la gente podía higienizarse donde quisiera. La televisión alabó esta iniciativa privada: la preocupación generalizada por la salud tenía que ser considerada como un avance social; no podía significar más que progreso en esta sociedad que cada vez se volvía más conciente de lo importante de la salud y del cuidado personal individual.
Cuando finalmente se decretó la ley nacional que prohibía el salir a la calle sin barbijo, higienizarse con alcohol en gel se había convertido en una obligación cuasi moral. Distintos diseñadores del mundo sacaron a la luz audaces modelos de barbijos, para distintas edades y gustos personales. Diferentes colores, formas y estampados adornaban las caras de los transeúntes, que se fijaban mucho en los barbijos de los otros, con la intención de copiar el diseño o la anatomía. Tener un barbijo original era símbolo de status económico y posicionamiento social: nadie usaba ya esos barbijos comunes, blancuchos e inexpresivos. El barbijo era ahora un elemento más, una carta de presentación, un indicio de personalidad.
Poco a poco, la gente se acostumbró a su uso: distintos rituales se modificaron con la inclusión de este nuevo elemento. Las parejas no se los sacaban para besarse: en compensación, acariciarse con cariño las manos mientras se untaban alcohol en gel mutuamente era considerado un ferviente signo de amor intenso.
Los noticieros repetían incansables el mensaje positivo: gracias a esta nueva forma de vida, no había habido ningún contagio y ningún muerto. Y como nadie sabía a ciencia cierta cómo había empezado todo, nadie se atrevía tampoco a ponerle un freno.
Así pasaron los años, y los modos de vida se modificaron, adaptándose a las sinuosas líneas del barbijo, y a las voluptuosas texturas del alcohol en gel. La higiene era ahora una religión no optativa, que debía penalizar con crueldad el desacato y la desobediencia.
Y eso fue lo que sucedió aquella mañana trágica de octubre, en la estación Callao de la línea B de subte. El señor Ripossatti había salido de su casa con su barbijo rojo de pintitas azules. No le había quedado otra: su mujer, en un ataque de limpieza, le había mandado a desinfectar los veinticuatro barbijos de su colección. El rojo con pintitas era un regalo de su suegra, y lo había usado pocas veces. Si no lo había tirado todavía era porque Doña Chola se lo había confeccionado especialmente. “A propósito, maldita vieja”, se lamentaba en silencio el Señor Ripossatti. Es que este pintoresco barbijo era de una tela poco usual, lo que le causaba irritación, con la consiguiente picazón que lo obligaba a estar llevándose las manos a la cara casi todo el tiempo. Y es sabido que llevarse las manos a la cara todo el tiempo es un signo de mala educación. Por eso el señor Ripossatti casi no lo usaba: ya había quedado mal en una reunión familiar por meterse un dedo adentro del barbijo y rascarse. Su cuñada lo había echado de la mesa, poniéndolo en penitencia en el baño, al lado del gato. Esa situación embarazosa había hecho que el señor Ripossatti comenzara a odiar a su suegra.
Lo cierto es que no había nada que hacer: o se iba con el de pintitas o se iba con el blanco de repuesto, y eso era demasiado poco formal. Lo soportaría.
A las dos cuadras una sensación molesta le empezó a carcomer con insistencia la comisura izquierda. El señor Ripossatti aguantó: estaba por cruzar un semáforo y una mujer con sus hijos (todos perfectamente embarbijados) le echó una mirada que lo hizo contenerse. Se le pasó.
A 100 metros de la boca del subte el picor reapareció con renovadas energías. Ahora ya no podía hacer nada al respecto. Callao y Corrientes a las nueve de la mañana está sumamente concurrido, y había policías. Mejor no arriesgarse. Se tocó el barbijo con el brazo, haciéndose el distraído, para acallar momentáneamente esa sensación hormigueante que le daba ganas de gritar como un palurdo. Respiró: golpearse con el brazo la barbilla había sido una buena opción.
El subte estaba repleto de gente, como de costumbre. El señor Ripossatti hizo la cola, compró su pasaje, lo pasó por el molinete y descendió al túnel. Esperó cinco, diez minutos, y el tren llegó: estaba lleno. El señor Ripossatti lo dejó pasar: la barbilla había comenzado a picarle otra vez, ahora del lado derecho. Tenía la sensación de que una sanguijuela estaba dándose una fiesta cerca de su mejilla. La imagen lo horrorizó, pero soportó estoicamente el ataque. Puso caras raras, pero eso no importaba tanto: con el barbijo las muecas se disimulaban muy bien.
Cuando llegó el próximo tren el señor Ripossatti ya se había olvidado de su picazón. Se subió, posicionándose estratégicamente al lado de un hombre canoso que leía el diario, y se dispuso a viajar, como todas las mañanas, con las manos en los bolsillos. Esa nueva medida no era penada por ley, pero la gente había descubierto que evitar el contacto era muchas veces más efectivo que estar embadurnándose con desinfectantes todo el tiempo.
Fue en ese instante, en el que subió la mujerona rubia de barbijo rosa y amarillo, que la cosa se hizo insoportable. La mujer, gorda y de rulos, pasó muy cerca del señor Ripossatti, y uno de sus pelos le acarició insolente la mejilla. El señor Ripossatti puso una cara rara y gimió: ese rulo le había hecho un cosquilleo demasiado insoportable, reavivando esta vez el escozor en toda la superficie de su boca y de su barbilla. Esto ya era demasiado.
Gimoteando, se agarró violentamente de uno de los caños del vagón y miró con desesperación por la ventanilla: debía resistir hasta la próxima estación, un poco más, sólo un poco más. Se bajaría y se metería en el baño y finalmente se rascaría, ¡sí!, debía esperar, debía ser paciente. No debía llevarse las manos a la boca, no importaba cuán fuerte fuera su necesidad.
Pero el señor Ripossatti no pudo esperar a llegar a la estación, no pudo resistir más, y ante la mirada atónita de las cuarenta personas que lo rodeaban, sacó la otra mano del bolsillo, se soltó del caño y se desprendió con violencia el barbijo rojo a pintitas que tanto lo estaba molestando.
Y finalmente se rascó.
El señor Ripossatti no tuvo tiempo de suspirar de alivio. Un ataque de manos enguantadas y paraguas asesinos se le vino al humo, seguido de una lluvia de golpes con olor a alcohol en gel. Entre gritos (“¡Asesino!, ¡Pornógrafo!, ¡Genocida!”) lo sacaron del vagón, que se había detenido, y siguieron golpeándolo. Una viejita de barbijo verde a rayas llegó con un aerosol desinfectante y roció el cuerpo laxo e inerte una vez que la turba se hubo dispersado. El barbijo a pintitas, que había quedado en algún rincón del vagón del subte, ya estaba siendo evacuado por un escuadrón de la policía especial dentro de una bolsa contenedora de residuos altamente tóxicos.
La gente salió indignada de la estación: la línea B de subte se había interrumpido. Los titulares del diario hablaban de un psicópata maldito ajusticiado por el pueblo, “el asesino sin barbijo”, un ejemplo de lo amoral y lo incauto. Los noticieros entrevistaron a la viejita de barbijo verde a rayas y le preguntaron cómo había tenido el coraje de acercarse a ese bulto informe de carne, recubierto de tantos gérmenes. La viejita respondió que ella era capaz de dar su vida por el pueblo. Los medios la pasearon varios días por distintos canales como una heroína nacional.
En cuanto al señor Ripossatti, no hubo mucho más que decir. El caso se caratuló como Intento de Genocidio y el hombre, muerto, fue encontrado culpable. Su cuerpo estuvo en el túnel del subte durante varias horas. Su mujer lo reclamaba con impaciencia: no porque lo extrañara, claro que no, sino porque quería cremarlo. Alguna vez había escuchado que un cadáver era sinónimo de infecciones. Terminado el proceso penal, le dieron el cuerpo, que ella ni quiso ver, para que lo quemara con bolsa y todo.
El barbijo de pintitas fue lo único que la mujer conservó. Ella tenía el mismo gusto que su mamá, y había decidido que no era cuestión de desperdiciar un diseño tan original así como así.
Pasada la ardua tarea de desinfección, lo guardó en el quinto cajón del placard de su pieza: algún día su hijo mayor lo vestiría, en alguna ocasión especial, porque este barbijo, pensó con ternura, ya se había convertido en un recuerdo de familia.