miércoles, 23 de diciembre de 2009

El hombre que se aburría


“Luisito, en esta vida hay que ser alguien”, le aconsejaba su abuela.
Luis le hizo caso. Y fue de todo.

Luis Santiago Buero es escritor, periodista, guionista y psicólogo social. Además de colaborar en revistas como Para ti, Sex humor y Cosmopolitan, ha publicado varios libros de cuentos, como “Príncipes y Medias Lunas” (1971), “Cuentodisea” (1975) y “El último otoño y otros cuentos” (1982). Es autor también de “Historia de la Televisión Argentina Contada por sus Protagonistas 1951/96”, “Hablan los autores”, y faja de honor de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) del año 1983.

Pero llegar a esto no fue fácil, sobre todo para los que lo rodeaban. De chiquito quería ser director de películas de cowboy. Cuando jugaba con su hermanito, lo dirigía: antes de calzarse el sombrero y agarrar la pistola, le inventaba un personaje, una historia y una misión. También le gustaba jugar al fútbol –es de Racing- pero ése era un juego con reglas, y a él le interesaba mucho más el mundo en el que las reglas las inventaba él. Su propio universo, a su original medida.

El secundario no fue muy distinto. Escribía cuentos y creaba historias en las que mezclaba ficción y realidad: situaciones de aventuras que nacían en sus letras, y en las que –su hermanito lejos- ahora metía a todos sus amigos.

Sin embargo, y muy a pesar de toda esa fuerza creativa, cuando tuvo que elegir qué estudiar, se anotó en Economía. Es que el mandato paterno era fuerte, y él debía convertirse, de acuerdo a esos cánones, en contador público.

Por suerte, casi terminando la carrera, se avivó, y dejó para empezar Producción de Radio y Televisión en el ISER (Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica), en el que actualmente –por esas vueltas de la vida- dicta clases.

Fueron dos, en realidad, los giros que él considera significativos en su vida profesional. El primero consistió en mostrarle sus cuentos a Victoria Ocampo, logrando que comenzaran a publicarlos en La Nación; luego, mucho más tarde, vendría el taller de guión de Maria Inés Andrés, con quien aprendería a escribir historias desde la mirada del director.

A partir de ahí todo parece encauzarse. A fuerza de llevar sus trabajos a diferentes canales, lo terminaron llamando para guionar “La Familia Benvenuto”, una comedia de Telefé, desde 1991 hasta 1995. Continuó colaborando con “Los Rodríguez” y “Señoras y señores”, todos ciclos del mismo canal, entre otras cosas.

Luis Buero, sin embargo, es un hombre que no soporta hacer eternamente lo mismo.
Suele aburrirse rápido. Eso quizá explica que, habiendo ya delineado una trayectoria importante como guionista y periodista, haya cambiado radicalmente el dial, para acercarse a la psicología social.

Quiso contestar una pregunta que muchos le hacían: ¿Por qué los programas “malos” son los que tienen más rating”? En el afán de superar su duda, terminó la carrera, para continuar con una consultoría psicológica de la que, además del mal hábito de ver a Lacan hasta en la sopa, le quedó un taller, “Cuando los celos te carcomen”, que se desarrolla actualmente en el Hospital Tornú.

Su abuela, que en paz descanse, debe de estar contenta: Luisito no sólo supo imaginar cuántas cosas podía hacer una persona. Supo llevarlas a la realidad y a la ficción, concretándolas en un universo especial, en el que él, definitivamente, es alguien único.

Diabladas, sucedidos y leyendas (de Argentina)




Se dice … que a los
remolinos y a las tormentas los crea “Satanás”, “Leviatán”, “El Diablo”. Y
que este cabalga montado en su misma furia en el centro de ellas. A esto, los que
saben, los que entienden de lo oscuro, los habitantes de la noche, esos pocos, lo
llaman… diabladas.

Siempre hermano
recuerde una leyenda, la que le cuento ahora,

si puede, recuerde...

Que para no ser
notado, por El… “El Diablo”, para no llamar
su atención, su apetito, dicen que ante el remolino o la tormenta, solo usted
ruegue, persígnese y ruegue a la “Pachamama”, - a la madrecita tierra, a la Maria,
un Salve, pero… en vos baja, muy baja.

Y no mire, nunca
mire de frente a la tormenta, no la desafié, por que…

“El… Mandinga”. - El… si se enoja, le comerá el alma en un
respiro.

Diabladas, sucedidos y leyendas, en producción

martes, 27 de octubre de 2009

El Che Guevara de los medios


Sostenerle el papel higiénico a Tato Bores afuera del baño, cuidar de los mínimos detalles de la dieta de Luciano Pavarotti para no perjudicar su delicado estómago o internarse en la Villa 31 de Retiro y ver cómo se vende droga son todos botones de muestra de la versatilidad de un hombre al que nunca nadie le ha podido decir que no.

Daniel Ditter tiene 53 años y más de 30 de trayectoria en la televisión argentina. Trabajó en los canales 13, 11, 7, 9 y 2, llegando a gerenciar los Estudios Pampa, durante la década de los 90. Pero su vida profesional comenzó conectando cables en un teatro de revistas.

De chiquito quería ser granadero. Pero una circunstancial amistad hizo que se introdujera para siempre en el mundo de la televisión. Tenía sólo 14 años cuando uno de sus amigos lo llamó por teléfono desde Canal 11 para decirle que lo necesitaban. A partir de ese momento, nadie pudo pararlo: fue productor de Tato, grabó los primeros capítulos de la Aventura del Hombre, rió con Jorge Guinzburg, lloró barriendo decorados.

Se dice apolítico porque no le gusta jugar al paddle ni tomar whisky. De ideas bolivarianas, se considera una especie de Che Guevara de los medios por su idealismo, y frente a las críticas, termina aceptando gustoso el ser rotulado como peronista. Su forma de ser ambigua es para él sinónimo de libertad, y cree que lo que hace vale la pena si le deja algo a sus cuatro hijas. Considera que planta árboles para no ver sus sombras.

No cree en los ídolos –para él nadie es bueno o malo todo el tiempo- pero admira a Mariano Moreno, a Artigas, a Evita y a Sean Mc Bride. Sanguíneo y pasional, su forma de ser le acarreó varios problemas a lo largo de su carrera profesional: en un medio en el que decir que alguien es buen tipo es perjudicarlo, supo mantener su corazón y sus sueños intactos.

Cuando terminó el secundario quiso ser abogado, pero su trabajo como camarógrafo lo obligaba a estar todo el tiempo de viaje, por lo que tuvo que abandonar momentáneamente su idea. Obstinado, retomó sus estudios a los cuarenta, pero se dio cuenta de que su fuerza de voluntad, su excelente oratoria y su capacidad de reacción tenían que verse plasmadas en la comunicación, y no en el litigio. Así fue como comenzó con la docencia.

Dicta clases en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica ENERC, en el Instituto Sudamericano para la Enseñanza de la Comunicación (ISEC), en Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica (ISER), en la Escuela Superior de Cine de Eliseo Subiela, en la Universidad de Belgrano y en la Universidad de Palermo.

Actualmente, trabaja en el piloto de un programa de su invención, “Diabladas, sucedidos y leyendas”, en el que se busca retornar a los orígenes para recuperar y revalorizar las raíces de cada pueblo, a través de los mitos, esas historias fantásticas que, según él, son perfectas para soñar.

Diabladas, Sucedidos y Leyendas (de Argentina)
Piloto (Parte 1)
¡Veánlo haciendo click en el link a continuación!

http://www.youtube.com/watch?v=jikfWUm96qA

martes, 6 de octubre de 2009

Entrevista a Fabiana Túñez, de la Asociación Civil La Casa del Encuentro


Fabiana Túñez es una mujer delgada, de pelo castaño rojizo corto, mirada penetrante pero dulce y voz enérgica. Al llegar a la Dirección General de Defensa del Consumidor –en donde trabaja de lunes a viernes- me hacen pasar a su oficina, un cuarto en el que apenas caben ella, sus ganas y las mil carpetas de formularios que transcribe a su computadora mientras atiende por teléfono a la producción de una radio provincial en la que todos los jueves hace una columna sobre género.
Fabiana es la Coordinadora General de la Asociación Civil Casa del Encuentro, un espacio feminista, social y popular en el que, junto con Ada Beatriz Rico y Marta Montesano, trabaja contra toda forma de violencia y discriminación hacia la mujer.

¿Cómo surge la idea de formar este espacio de lucha?

Éramos tres amigas que estábamos muy locas, que sentíamos que había una asignatura pendiente: construir un espacio feminista que fuera abierto, un espacio físico real, no virtual, en el que se le diera respuesta a la mujer concreta, la de carne y hueso.

¿Cómo fue concretarlo?

Siguiendo la lógica de un feminismo construido entre todas las mujeres pero de cara y con la sociedad, un día juntamos nuestros ahorros y abrimos una sede en Honorio Pueyrredón al 600. Empezamos de a poquito con un proyecto muy bien delimitado, que luego fue creciendo.

¿Qué actividades se realizan hoy en La Casa del Encuentro?

Tenemos talleres y grupos de asistencia y de fortalecimiento a las mujeres en situación de violencia. Acompañamos a las familias que están buscando a sus hijas víctimas de la trata de personas. Y tenemos la Carpa Itinerante de las Mujeres Contra Toda Forma de Violencia, que trasladándose lleva nuestro mensaje a diferentes lugares del país.

Ayer estuvieron frente al Congreso haciendo una radio abierta. ¿Cómo empezó esta actividad?


El 3 de abril de 2007 la Asociación Civil convocó a la primera marcha por las mujeres desaparecidas en democracia por las redes de trata para la prostitución. Desde ese entonces, el tercer día de cada mes se lleva a cabo esta movilización, con la participación y coordinación de diferentes grupos sociales y políticos.

¿Cómo participan los familiares de las nenas desaparecidas?

Se muestran las fotos, se aprovecha la instancia para difundir los casos a nivel de medios de comunicación. Ayer estuvo con nosotros el papá de Rocío Marini.
Por suerte pudimos sostener esta actividad, que sirve para instalar la temática y darles una tribuna a las familias que están buscando a sus hijas. Es un punto de referencia que ya está instalado, los 3 de cada mes hay un grupo de personas que lucha contra los molinos de viento y contra los intereses políticos y económicos de estas redes.

Ustedes hacen “arte político”. ¿Qué es eso?

Es una manera de llegar a nuestro auditorio desde una acción que habla más que miles de estadísticas.
La performance de la trata, por ejemplo, es un acto muy corto, de ocho minutos de duración, en el que hay una mujer encerrada en una red y una mamá que la está buscando. Cuando hay una ponencia, o algo muy formal, nuestra intervención en un principio siempre tiene que ver con algo que deja al auditorio sensibilizado.
Y es efectivo porque le hablamos a la persona, no al título.

¿Trabajan en conjunto con actores?

No, lo hacemos nosotras. Porque concebimos nuestro accionar con poner el cuerpo en lo que uno hace. Esto nos atraviesa: como mujeres, como personas, como víctimas de este tipo de violencias de género. Y ésa es nuestra idea: hacer que los demás sientan adentro suyo lo que hacemos, porque nosotras lo hacemos desde nuestro corazón.

martes, 29 de septiembre de 2009

Clase de Periodismo


Clase de Taller de Comunicación Periodística, aula 105 de la sede perteneciente a la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, ubicada en Ramos Mejía y Franklin.


Diego Rosemberg, periodista -y profesor- les dice a sus alumnos que van a hacer un ejercicio. Acto seguido, se acerca a la silla detrás del escritorio, toma una bolsa verde y plateada, la abre, saca un oso de peluche y lo pone arriba de la mesa.

Se sienta detrás del escritorio -a su lado el oso de peluche- nos mira y nos dicta la consigna: En 15 minutos debemos de escribir una nota acerca de lo que acaba de ocurrir.


El ejercicio está apuntado a detectar la noticia, aplicando para esto los criterios de noticiabilidad que ya hemos estado repasando.

Los alumnos escriben, y pasados los 15 minutos, leen sus producciones.


Rosemberg escucha atentamente cada noticia: todas han detectado como hecho que un profesor, en un arranque de pedagogía absurda, ha sacado un oso de peluche y le ha pedido a la clase que escriba sobre él.

Inmutable, nos recrimina que no hemos sabido detectar la noticia.


Frente al silencio absoluto, nos observa con mirada socarrona, toma el oso de peluche y lo levanta: debajo tiene un papel que dice "ESTO ES UNA BOMBA. PNT"


Ante el mutismo continuado, nos alecciona:


"No han sabido detectar la noticia, porque la noticia es la bomba en el oso.
Nadie se ha acercado siquiera para verlo mejor. Y por no mirar no han visto lo que pasaba. Un periodista no puede quedarse cómodamente sentado en una silla. El periodismo es incómodo.

EL PERIODISMO NO SE HACE SENTADO DETRÁS DE UN ESCRITORIO.


El periodista es el que se acerca al lugar de los hechos, y los interpela. Para conocerlos. Para ver lo que el común de la gente no ve.


El periodista es el que busca la bomba en el oso. El periodista es quien la denuncia.


EL PERIODISTA QUE HACE PERIODISMO DESDE LA COMODIDAD DE SU DESPACHO NO ES PERIODISTA, ES BURÓCRATA.


EL PERIODISTA TIENE LA OBLIGACIÓN DE VER LO QUE LOS DEMÁS NO VEN, Y MOSTRARLO.

DEBE HACER VISIBLE LO INVISIBLE.


NO OLVIDEN NUNCA QUE DEBEN DE ENCONTRAR LA BOMBA EN EL OSO DE PELUCHE."


Retomo a otro gran profesor, Daniel Ditter, que sostiene que un comunicador es un portador de luz, y ratifico, que no debemos olvidar cuál es el sentido de nuestra profesión.


Por lo pronto, yo nunca olvidaré al oso de peluche.

Y espero no pasar nunca por alto que no es lo mismo ver que mirar,

ni oír que escuchar.

Y espero algún día llegar a ser una luz que ilumine esos peligrosos y muchas veces inexplorados conos de sombra que nuestro presente nos ofrece, para hacerlos así transitables a todos aquellos dispuestos a caminar.

jueves, 30 de julio de 2009

Higiene amoral

Para cuando la muerte del Señor Ripossatti se produjo, nadie sabía ya cómo había comenzado toda esa debacle del barbijo, la limpieza y los estornudos.
Algunos pensaban que la cosa había comenzado en los colegios; las maestras, decían, siempre han sido las primeras en insistir con la higiene personal: que lavarse las manos, que atarse los pelos, que cortarse las uñas. Otros, más cercanos al sentir general, culpaban a las madres: este ataque insecticida de ignota desesperación por la asepsia tenía que ser producto de una confabulación de amas de casa y madres por naturaleza, de esas que te hacen usar los patines para caminar por el piso recién lustrado del comedor y a la que no se le puede entrar a la pieza después de jugar un buen partido de fútbol sin antes restregarse con jabón Espadol (por lo menos).
Lo cierto es que las convenciones de limpieza general habíanse exacerbado de forma inquietante.
Al principio la cosa no pasaba de una recomendación general, comentario éste que encubría una amenaza pasajera. Era sencillo: el que no cumplía con las normas de higiene, afuera. El alcohol en gel, producto estrella de esta primera etapa de prevención ineludible, comenzó a irrumpir en todos los escenarios del espacio público.
Los primeros en colocar sendos bidones de alcohol en gel fueron los restaurantes. El recién llegado debía quitarse primero las prendas que no necesitaba para llevar a cabo su ingesta de alimentos. El proceso era simple: un mozo con guantes de látex y barbijo se llevaba los abrigos y carteras, mientras otro ya estaba esperándolo para rociar con aerosol desinfectante las prendas del cliente, antes de echarlas en una bolsa plástica hermética, especial para resguardar productos de alto contenido tóxico. El comensal (que a estas alturas ya había sido desinfectado de forma análoga a sus accesorios, con alcohol en gel y desinfectante en aerosol, respectivamente) podía ya ubicarse en la mesa, en donde el primer mozo traía la carta, y el segundo pasaba un trapito con lavandina sobre la superficie de la mesa. Por si las moscas.
La gran sorpresa se produjo con la aparición de tubos gigantescos de alcohol en gel y laxos repartidores de barbijos en las plazas, los parques y los supermercados. Con esta nueva metodología, la gente podía higienizarse donde quisiera. La televisión alabó esta iniciativa privada: la preocupación generalizada por la salud tenía que ser considerada como un avance social; no podía significar más que progreso en esta sociedad que cada vez se volvía más conciente de lo importante de la salud y del cuidado personal individual.
Cuando finalmente se decretó la ley nacional que prohibía el salir a la calle sin barbijo, higienizarse con alcohol en gel se había convertido en una obligación cuasi moral. Distintos diseñadores del mundo sacaron a la luz audaces modelos de barbijos, para distintas edades y gustos personales. Diferentes colores, formas y estampados adornaban las caras de los transeúntes, que se fijaban mucho en los barbijos de los otros, con la intención de copiar el diseño o la anatomía. Tener un barbijo original era símbolo de status económico y posicionamiento social: nadie usaba ya esos barbijos comunes, blancuchos e inexpresivos. El barbijo era ahora un elemento más, una carta de presentación, un indicio de personalidad.
Poco a poco, la gente se acostumbró a su uso: distintos rituales se modificaron con la inclusión de este nuevo elemento. Las parejas no se los sacaban para besarse: en compensación, acariciarse con cariño las manos mientras se untaban alcohol en gel mutuamente era considerado un ferviente signo de amor intenso.
Los noticieros repetían incansables el mensaje positivo: gracias a esta nueva forma de vida, no había habido ningún contagio y ningún muerto. Y como nadie sabía a ciencia cierta cómo había empezado todo, nadie se atrevía tampoco a ponerle un freno.
Así pasaron los años, y los modos de vida se modificaron, adaptándose a las sinuosas líneas del barbijo, y a las voluptuosas texturas del alcohol en gel. La higiene era ahora una religión no optativa, que debía penalizar con crueldad el desacato y la desobediencia.
Y eso fue lo que sucedió aquella mañana trágica de octubre, en la estación Callao de la línea B de subte. El señor Ripossatti había salido de su casa con su barbijo rojo de pintitas azules. No le había quedado otra: su mujer, en un ataque de limpieza, le había mandado a desinfectar los veinticuatro barbijos de su colección. El rojo con pintitas era un regalo de su suegra, y lo había usado pocas veces. Si no lo había tirado todavía era porque Doña Chola se lo había confeccionado especialmente. “A propósito, maldita vieja”, se lamentaba en silencio el Señor Ripossatti. Es que este pintoresco barbijo era de una tela poco usual, lo que le causaba irritación, con la consiguiente picazón que lo obligaba a estar llevándose las manos a la cara casi todo el tiempo. Y es sabido que llevarse las manos a la cara todo el tiempo es un signo de mala educación. Por eso el señor Ripossatti casi no lo usaba: ya había quedado mal en una reunión familiar por meterse un dedo adentro del barbijo y rascarse. Su cuñada lo había echado de la mesa, poniéndolo en penitencia en el baño, al lado del gato. Esa situación embarazosa había hecho que el señor Ripossatti comenzara a odiar a su suegra.
Lo cierto es que no había nada que hacer: o se iba con el de pintitas o se iba con el blanco de repuesto, y eso era demasiado poco formal. Lo soportaría.
A las dos cuadras una sensación molesta le empezó a carcomer con insistencia la comisura izquierda. El señor Ripossatti aguantó: estaba por cruzar un semáforo y una mujer con sus hijos (todos perfectamente embarbijados) le echó una mirada que lo hizo contenerse. Se le pasó.
A 100 metros de la boca del subte el picor reapareció con renovadas energías. Ahora ya no podía hacer nada al respecto. Callao y Corrientes a las nueve de la mañana está sumamente concurrido, y había policías. Mejor no arriesgarse. Se tocó el barbijo con el brazo, haciéndose el distraído, para acallar momentáneamente esa sensación hormigueante que le daba ganas de gritar como un palurdo. Respiró: golpearse con el brazo la barbilla había sido una buena opción.
El subte estaba repleto de gente, como de costumbre. El señor Ripossatti hizo la cola, compró su pasaje, lo pasó por el molinete y descendió al túnel. Esperó cinco, diez minutos, y el tren llegó: estaba lleno. El señor Ripossatti lo dejó pasar: la barbilla había comenzado a picarle otra vez, ahora del lado derecho. Tenía la sensación de que una sanguijuela estaba dándose una fiesta cerca de su mejilla. La imagen lo horrorizó, pero soportó estoicamente el ataque. Puso caras raras, pero eso no importaba tanto: con el barbijo las muecas se disimulaban muy bien.
Cuando llegó el próximo tren el señor Ripossatti ya se había olvidado de su picazón. Se subió, posicionándose estratégicamente al lado de un hombre canoso que leía el diario, y se dispuso a viajar, como todas las mañanas, con las manos en los bolsillos. Esa nueva medida no era penada por ley, pero la gente había descubierto que evitar el contacto era muchas veces más efectivo que estar embadurnándose con desinfectantes todo el tiempo.
Fue en ese instante, en el que subió la mujerona rubia de barbijo rosa y amarillo, que la cosa se hizo insoportable. La mujer, gorda y de rulos, pasó muy cerca del señor Ripossatti, y uno de sus pelos le acarició insolente la mejilla. El señor Ripossatti puso una cara rara y gimió: ese rulo le había hecho un cosquilleo demasiado insoportable, reavivando esta vez el escozor en toda la superficie de su boca y de su barbilla. Esto ya era demasiado.
Gimoteando, se agarró violentamente de uno de los caños del vagón y miró con desesperación por la ventanilla: debía resistir hasta la próxima estación, un poco más, sólo un poco más. Se bajaría y se metería en el baño y finalmente se rascaría, ¡sí!, debía esperar, debía ser paciente. No debía llevarse las manos a la boca, no importaba cuán fuerte fuera su necesidad.
Pero el señor Ripossatti no pudo esperar a llegar a la estación, no pudo resistir más, y ante la mirada atónita de las cuarenta personas que lo rodeaban, sacó la otra mano del bolsillo, se soltó del caño y se desprendió con violencia el barbijo rojo a pintitas que tanto lo estaba molestando.
Y finalmente se rascó.
El señor Ripossatti no tuvo tiempo de suspirar de alivio. Un ataque de manos enguantadas y paraguas asesinos se le vino al humo, seguido de una lluvia de golpes con olor a alcohol en gel. Entre gritos (“¡Asesino!, ¡Pornógrafo!, ¡Genocida!”) lo sacaron del vagón, que se había detenido, y siguieron golpeándolo. Una viejita de barbijo verde a rayas llegó con un aerosol desinfectante y roció el cuerpo laxo e inerte una vez que la turba se hubo dispersado. El barbijo a pintitas, que había quedado en algún rincón del vagón del subte, ya estaba siendo evacuado por un escuadrón de la policía especial dentro de una bolsa contenedora de residuos altamente tóxicos.
La gente salió indignada de la estación: la línea B de subte se había interrumpido. Los titulares del diario hablaban de un psicópata maldito ajusticiado por el pueblo, “el asesino sin barbijo”, un ejemplo de lo amoral y lo incauto. Los noticieros entrevistaron a la viejita de barbijo verde a rayas y le preguntaron cómo había tenido el coraje de acercarse a ese bulto informe de carne, recubierto de tantos gérmenes. La viejita respondió que ella era capaz de dar su vida por el pueblo. Los medios la pasearon varios días por distintos canales como una heroína nacional.
En cuanto al señor Ripossatti, no hubo mucho más que decir. El caso se caratuló como Intento de Genocidio y el hombre, muerto, fue encontrado culpable. Su cuerpo estuvo en el túnel del subte durante varias horas. Su mujer lo reclamaba con impaciencia: no porque lo extrañara, claro que no, sino porque quería cremarlo. Alguna vez había escuchado que un cadáver era sinónimo de infecciones. Terminado el proceso penal, le dieron el cuerpo, que ella ni quiso ver, para que lo quemara con bolsa y todo.
El barbijo de pintitas fue lo único que la mujer conservó. Ella tenía el mismo gusto que su mamá, y había decidido que no era cuestión de desperdiciar un diseño tan original así como así.
Pasada la ardua tarea de desinfección, lo guardó en el quinto cajón del placard de su pieza: algún día su hijo mayor lo vestiría, en alguna ocasión especial, porque este barbijo, pensó con ternura, ya se había convertido en un recuerdo de familia.


lunes, 27 de julio de 2009

Estiramiento desde el más allá

El dedo se alarga impertinente y apreta la tecla negra. Ya le habían dicho varias veces que no la tocara, que no la presionara, que no lo hiciera. Pero esta vez se trataba de un dedo rebelde, difícil de convencer con amenazas y repeticiones someras.
Un zumbido meloso envuelve al ambiente. El dedo se retrae, despacioso. Todavía está cerca de la tecla negra, esa especie de botón plástico oscuro que le había prometido desde otro plano un cambio de esos abruptos, ansiados y terribles. Se vuelve a apoyar en la tecla: el zumbido se acelera. Al dedo le gusta este ruido. No sabe bien si es lo que está buscando, pero el ruido siempre es mejor que el silencio.

Se trata de un dedo fino, de piel translúcida, muy blanca. Las pequeñas ramificaciones venosas dibujan un rictus extraño a lo largo de esta pequeña extremidad. La uña, perfectamente recortada, viste un poco de tierra. Ese polvillo mortuorio tiene que ser del cajón funerario. Sí, debe de ser eso. El dedo insurrecto habrá rascado la contención de madera, incansable, y ahí estaba el resultado.

Ahora el dedo rebelde ha presionado la tecla. Una tecla negra, un botón tortuoso, que ha disparado un zumbido horrible. Al dedo le sabe a mil ángeles; todo, TODO, es mejor que el silencio. Eso es lo que el dedo piensa (si acordamos en que una extremidad tiene algún tipo de sensación racionalmente procesada). Este dedo al menos siente, eso no podemos negarlo. Y el dedo sintió tocar el botón, por algún mandato del más allá, y ahora está ese zumbido, completamente insoportable, que al dedo le sabe a música en el paraíso.

Si un psicólogo estuviera presente ahora mismo, el dedo correspondería a un escape poético pero imposible; aunque el dedo ha tocado el botón, el dedo no es el cuerpo, el cuerpo no es la persona. Eros es más fuerte que Tánatos, pero este último llega para quedarse y no hay forma de escaparse.
No hay forma.

Digo que es un dedo rebelde porque es casi como si no hubiera comprendido todavía que el botón negro no lo salvará de su destino; le han dicho que no lo toque, pero, oh paradoja, él no lo ha escuchado. Ha deseado con todas sus fuerzas que esto no sucediera, pero, oh destino fatal, él no lo ha sufrido. El dedo es un simple ejecutor, un pequeño reaccionario que ha sobrevivido por algún milagro estrafalario al oscuro universo del rigor mortis. El dedo es un simple dedo, que ha birlado las ingenierías de madera para escapar hacia el botón negro. Y ahora el botón negro zumba y el dedo se queda quieto, muy quieto, esperando.

El dedo es sólo un trozo de carne, que se estira desde las tinieblas para tocar por última vez el mundo de los vivos. Este dedo fantasmal ya no pertenece a la luz; y será mejor que nadie lo vea. Porque han dicho que no había que tocar el botón negro y él lo ha escuchado, pero ha sido su dedo el que lo ha obedecido.
Será el dedo el que reciba el castigo.

Si.
Será mejor que no lo vean.

Porque si la alarma, ese zumbido insoportable, sigue gritando a los mil demonios, no faltará mucho para que la dueña de la funeraria venga a ver lo que sucede, y si ve lo que sucede, y lo ve al dedo, no tardará en echarlo a la bolsa de basura, o peor, no tardará en regalárselo a su marido, ése que tiene pasión por los cuerpos muertos; y si eso sucede, allí terminarán las aventuras del dedo, en una danza eterna por el mar de formol, dentro de un frasco de pepinos agridulces vaciado para la ocasión.

domingo, 21 de junio de 2009

“MANO DURA”… ¿LA VERDADERA SOLUCIÓN? *


"Gustavo Lanzavecchia murió apuñalado el pasado día viernes 27 en su vivienda de Charcas al 3700 en la localidad de Lomas del Mirador, partido bonaerense de La Matanza, en un aparente intento de robo. El cuerpo del hombre fue hallado maniatado con precintos plásticos, flotando en la pileta de su vivienda. "
Su relación con la diva del espectáculo, Susana Giménez, hizo que el hecho tuviera una fuerte repercusión mediática. Las declaraciones de la exaltada “mujer televisiva” (“los que matan tienen que morir”) trajeron al tapete el tema de la pena de muerte y el tan consabido y conocido problema de la inseguridad.

Días después, los medios -que habían instaurado una especie de "escenario del pánico" en donde la muerte parecía volverse la única aliada de la justicia frente a la "situación de inseguridad"- reelaboraron esta noticia, y lo que en un primer momento pareció el colmo de la catástrofe, se transformó en un crimen ¿pasional? del que no se habló mucho más.
Aquí, una breve reflexión que busca producir segundas lecturas, calmar los ánimos y dejar de lado, de una vez por todas y para siempre la filosofía de la “mano dura”.

I - La pena de muerte


“Los que matan tienen que morir”
Ojo por ojo, diente por diente…
La Ley del Talión

Lo que Susana Giménez ha dicho frente a las cámaras de televisión resulta nefasto. No sólo por el tenor de su pedido sino por la liviandad de su opinión, su falta de reflexión, un verdadero “exabrupto opinológico” que ha traído el tema de la pena de muerte al debate mediático.
Los medios hablan, la gente opina… pero, ¿cuánto sabemos sobre la pena capital?
La pena de muerte es “la sanción jurídica capital, la más rigurosa de todas, consistente en quitar la vida a un condenado mediante los procedimientos y órganos de ejecución establecidos por el orden jurídico que la instituye”, y ha existido casi desde que el hombre es hombre.
En Roma, cuna de la filosofía del derecho, el primer delito castigado con la pena de muerte fue el Perduellio, por traición a la patria; con el paso del tiempo las leyes se condensarían en las XII Tablas, siendo la pena capital el castigo imperante. Delitos conocidos actualmente como patrimoniales, delitos sexuales, delitos contra la salud (como la embriaguez consuetudinaria), delitos de orden político y militar, o delitos que hoy se ubican en el fuero común y federal eran sancionados con la muerte. El delito de homicidio, por supuesto, se castigaba de esta forma también.
La pena de muerte aparece en su concepción como una aflicción, retributiva originada por la comisión de un delito, y está prácticamente en la totalidad de las leyes antiguas. Durante la vigencia de las XII Tablas, la autoridad podía dejar la aplicación del Talión al ofendido o a sus parientes, aunque existían funcionarios encargados de su ejecución.
La llegada del cristianismo, que predica el amor al prójimo realzando el carácter divino de la vida, sienta la base de las tendencias abolicionistas de esta sanción.
Luego del revuelo causado por sus declaraciones, Susana Giménez se retractó: dijo que no estaba a favor de la pena de muerte, por ser católica. Pero el tema quedó flotando y el pueblo parece estar a punto de pedir cabezas. Ante esto, el Ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, Aníbal Fernández, sostuvo que no es partidario de la condena capital, aunque sí cree necesario iniciar una lucha despiadada contra la inseguridad.
Y es allí en donde, en mi opinión, surge el verdadero interrogante: ¿Cómo se luchará? ¿Quiénes llevarán a cabo esta especie de cruzada que se presenta como una tarea mesiánica?

II – La inseguridad

“¡Hagamos algo para que ya no nos maten!”

Hace unos días atrás recibí un correo electrónico bastante interesante. Se trataba de una cadena titulada “Para frenar la matanza”. En ella se convocaba a todos los ciudadanos a una “protesta” contra la inseguridad que se desarrollaría de forma individual: bastaba con que cada persona saliera a cacerolear o tocara bocina a la hora pactada, para cumplir con el objetivo de “llamar la atención de los políticos, ya que éstos deben hacerse cargo de esta situación de inseguridad insostenible, imponiendo el estado de sitio si es necesario”.
Atención, porque este último detalle, que puede pasar desapercibido, es el punto clave de la cuestión, y tiene un tufillo extraño, que es necesario examinar.
La RAE define a la inseguridad como la falta de seguridad (valga la redundancia). Y la seguridad se refiere a la cualidad de seguro, es decir, a aquello que está exento de peligro, daño o riesgo. Algo seguro es algo cierto, firme e indubitable. La seguridad, por lo tanto, es una certeza.
Tomando esta definición como punto de partida, puedo acordar con lo que se me envió por mail: vivimos en una sociedad insegura. Pero no creo que sea insegura únicamente por la cantidad de delitos que se registran por día, no; considero que no es segura porque no hay certezas, no hay ningún tipo de exención de peligros o riesgos, sobre todo en las clases más bajas de la población.
Considero que la actual inseguridad se ha producido, como siempre, por una gestión política cuyos efectos inhumanos atacan y alteran a la población a todo nivel, en mayor o menor medida. El individuo tiene miedo y su sensación de inseguridad frente al prójimo aumenta. Es en este contexto en el que se invoca cual Ángel Salvador al Derecho Penal, que (paradójicamente) con violencia anulará la violencia.
Los pobres siempre han vivido en la inseguridad y en el miedo, pues son parte de una sociedad polarizada en donde los grandes grupos económicos ejercen una violencia cotidiana al delinear una esfera de excluidos sociales, todos ellos sectores desposeídos que "atacan" a las clases medias y altas. Es a ellos a los que apuntan las políticas de mano dura; es en ellos en donde radica la violencia y en donde el imaginario social deposita sus más oscuros temores.
Pero lo cierto es que, cuando se habla de inseguridad, se omite considerar a la violencia generalizada que se da entre los propios pobres y excluidos sociales que se victimizan entre sí, producto de la degradación social y la marginación, la frustración y el desamparo. En este caso, el tan ponderado sistema penal y más aún la policía se mantienen al margen, pudiendo incluso facilitar estos actos de violencia si significan algún tipo de rédito económico, o con la finalidad de solapar los delitos del poder, en especial los económicos.
Frente a esta desastrosa realidad socio económica, en donde más del 50% de la población se encuentra en la pobreza, pedir la pena capital como solución definitiva suena a algo estúpido.
Dudo de que una bota o un palo puedan solucionar inconvenientes estructurales que nos remiten al deterioro del sistema educativo, a las acérrimas condiciones de vida de la gran mayoría de la población, o a las falencias en el funcionamiento de las instituciones estatales.
¿Verdaderamente creemos que matar a dos o tres tipos significará un cambio en la situación actual?
¿Es la muerte la que nos salvará de la muerte misma?

III – El difícil arte de elaborar una reflexión


“¿Es posible hacer una lectura de la inseguridad y del delito no sobre las conductas de los vulnerados y marginados sino desde ellos, desde su mirada a la sociedad o al orden social?”
Juan S. Pegoraro


A veces resulta complejo pronunciarse frente a estas situaciones extremas. Pero la realidad que nos circunda nos llama a tomar decisiones.
Y estas decisiones, de acuerdo a mi opinión, no pueden ni deben estar ligadas a un incremento de políticas de mano dura. La situación de extrema pobreza y marginación en la que se encuentra sumida la gran mayoría de la población no es denunciada por los medios ni por las clases afectadas: los que no tienen voz podrán ahora tener castigo (si es que éste puede poseerse, si es que el sufrimiento es, en algún punto, una forma de posesión).
La importancia mediática que de pronto parece suscitar el tema ha hecho posible que el debate se instaure en las charlas de café o en las sobremesas. Fue durante una cena organizada por los padres de unos amigos en donde, en respuesta a mi visión sobre el asunto, se me puso sobre aviso: “Vos pensás así porque no te tocó de cerca. Pero lo cierto es que, si te llegan a matar a un padre, a un hermano, o a un hijo, lo único que tenés que hacer es matar al desgraciado asesino”.
No voy a cuestionar el dolor de la pérdida, ni voy a desmerecer el juicio de valor del que “estuvo cerca”. Pero la dicotomía en la que los medios encasillan al debate (Pena de muerte: ¿en contra o a favor?) hacen que la discusión se simplifique; y cuando la cosa tiende a la simplificación, lo más indicado parece ser “palo y a la bolsa”.
Es por esto que considero necesario ponerle freno de mano a la opinión fácil. Como ciudadanos debemos adoptar la responsabilidad que implica el desarrollo de una visión crítica; debemos ser capaces de diferenciar los hechos y de establecer propuestas que nos lleven a una verdadera solución de base, y no a un mero aplastar cabezas.
La situación tiene sus raíces en procesos socio económicos complejos, que sobrepasan y acogen en su seno a este contexto de violencia extrema. La imposibilidad de elección, las personas que mueren de hambre, las que no son capaces de proyectar un futuro más allá de sus narices, son aristas que deben limarse, y esto no se logrará con más violencia. Las aristas son filosas: aplastarlas con una bota sólo hará que fluya más sangre.
La suprema Corte de Justicia de la Nación es la que necesita reformas, pues es la justicia la que debe dirimir y administrar los delitos en un contexto democrático, no el bastón, no la cachiporra.
Incrementar las muertes (o lo que es incluso peor, propiciar una burocracia para que administre este castigo) no las frenará.
Por eso, hagamos algo para que ya no nos maten: tomemos las riendas del asunto desde nuestra responsabilidad cívica, y no nos dejemos azuzar como perros, pues corremos el riesgo de terminar mordiendo nuestras propias colas.


Por Sonia Alejandra Sorriente

martes, 10 de febrero de 2009

ILUSIONES

Inicios
Destellos
Reflejos de un algo que se encorva y que restalla
Ya he vivido esto antes, lo presiento
(lo conozco)
Pero lo inconcluso aclama un cierre
un desarrollo
un desenlace
Porque quizá la angustia se deba a eso
a los inicios constantes de la nada misma
a las apuestas perdidas de antemano
(porque en verdad no se había apostado nada...)
a los destellos, a los falsos brillos de un recuerdo
que ya se desdibuja entre mis manos,
dejando surcos imborrables en la piel.