jueves, 30 de julio de 2009

Higiene amoral

Para cuando la muerte del Señor Ripossatti se produjo, nadie sabía ya cómo había comenzado toda esa debacle del barbijo, la limpieza y los estornudos.
Algunos pensaban que la cosa había comenzado en los colegios; las maestras, decían, siempre han sido las primeras en insistir con la higiene personal: que lavarse las manos, que atarse los pelos, que cortarse las uñas. Otros, más cercanos al sentir general, culpaban a las madres: este ataque insecticida de ignota desesperación por la asepsia tenía que ser producto de una confabulación de amas de casa y madres por naturaleza, de esas que te hacen usar los patines para caminar por el piso recién lustrado del comedor y a la que no se le puede entrar a la pieza después de jugar un buen partido de fútbol sin antes restregarse con jabón Espadol (por lo menos).
Lo cierto es que las convenciones de limpieza general habíanse exacerbado de forma inquietante.
Al principio la cosa no pasaba de una recomendación general, comentario éste que encubría una amenaza pasajera. Era sencillo: el que no cumplía con las normas de higiene, afuera. El alcohol en gel, producto estrella de esta primera etapa de prevención ineludible, comenzó a irrumpir en todos los escenarios del espacio público.
Los primeros en colocar sendos bidones de alcohol en gel fueron los restaurantes. El recién llegado debía quitarse primero las prendas que no necesitaba para llevar a cabo su ingesta de alimentos. El proceso era simple: un mozo con guantes de látex y barbijo se llevaba los abrigos y carteras, mientras otro ya estaba esperándolo para rociar con aerosol desinfectante las prendas del cliente, antes de echarlas en una bolsa plástica hermética, especial para resguardar productos de alto contenido tóxico. El comensal (que a estas alturas ya había sido desinfectado de forma análoga a sus accesorios, con alcohol en gel y desinfectante en aerosol, respectivamente) podía ya ubicarse en la mesa, en donde el primer mozo traía la carta, y el segundo pasaba un trapito con lavandina sobre la superficie de la mesa. Por si las moscas.
La gran sorpresa se produjo con la aparición de tubos gigantescos de alcohol en gel y laxos repartidores de barbijos en las plazas, los parques y los supermercados. Con esta nueva metodología, la gente podía higienizarse donde quisiera. La televisión alabó esta iniciativa privada: la preocupación generalizada por la salud tenía que ser considerada como un avance social; no podía significar más que progreso en esta sociedad que cada vez se volvía más conciente de lo importante de la salud y del cuidado personal individual.
Cuando finalmente se decretó la ley nacional que prohibía el salir a la calle sin barbijo, higienizarse con alcohol en gel se había convertido en una obligación cuasi moral. Distintos diseñadores del mundo sacaron a la luz audaces modelos de barbijos, para distintas edades y gustos personales. Diferentes colores, formas y estampados adornaban las caras de los transeúntes, que se fijaban mucho en los barbijos de los otros, con la intención de copiar el diseño o la anatomía. Tener un barbijo original era símbolo de status económico y posicionamiento social: nadie usaba ya esos barbijos comunes, blancuchos e inexpresivos. El barbijo era ahora un elemento más, una carta de presentación, un indicio de personalidad.
Poco a poco, la gente se acostumbró a su uso: distintos rituales se modificaron con la inclusión de este nuevo elemento. Las parejas no se los sacaban para besarse: en compensación, acariciarse con cariño las manos mientras se untaban alcohol en gel mutuamente era considerado un ferviente signo de amor intenso.
Los noticieros repetían incansables el mensaje positivo: gracias a esta nueva forma de vida, no había habido ningún contagio y ningún muerto. Y como nadie sabía a ciencia cierta cómo había empezado todo, nadie se atrevía tampoco a ponerle un freno.
Así pasaron los años, y los modos de vida se modificaron, adaptándose a las sinuosas líneas del barbijo, y a las voluptuosas texturas del alcohol en gel. La higiene era ahora una religión no optativa, que debía penalizar con crueldad el desacato y la desobediencia.
Y eso fue lo que sucedió aquella mañana trágica de octubre, en la estación Callao de la línea B de subte. El señor Ripossatti había salido de su casa con su barbijo rojo de pintitas azules. No le había quedado otra: su mujer, en un ataque de limpieza, le había mandado a desinfectar los veinticuatro barbijos de su colección. El rojo con pintitas era un regalo de su suegra, y lo había usado pocas veces. Si no lo había tirado todavía era porque Doña Chola se lo había confeccionado especialmente. “A propósito, maldita vieja”, se lamentaba en silencio el Señor Ripossatti. Es que este pintoresco barbijo era de una tela poco usual, lo que le causaba irritación, con la consiguiente picazón que lo obligaba a estar llevándose las manos a la cara casi todo el tiempo. Y es sabido que llevarse las manos a la cara todo el tiempo es un signo de mala educación. Por eso el señor Ripossatti casi no lo usaba: ya había quedado mal en una reunión familiar por meterse un dedo adentro del barbijo y rascarse. Su cuñada lo había echado de la mesa, poniéndolo en penitencia en el baño, al lado del gato. Esa situación embarazosa había hecho que el señor Ripossatti comenzara a odiar a su suegra.
Lo cierto es que no había nada que hacer: o se iba con el de pintitas o se iba con el blanco de repuesto, y eso era demasiado poco formal. Lo soportaría.
A las dos cuadras una sensación molesta le empezó a carcomer con insistencia la comisura izquierda. El señor Ripossatti aguantó: estaba por cruzar un semáforo y una mujer con sus hijos (todos perfectamente embarbijados) le echó una mirada que lo hizo contenerse. Se le pasó.
A 100 metros de la boca del subte el picor reapareció con renovadas energías. Ahora ya no podía hacer nada al respecto. Callao y Corrientes a las nueve de la mañana está sumamente concurrido, y había policías. Mejor no arriesgarse. Se tocó el barbijo con el brazo, haciéndose el distraído, para acallar momentáneamente esa sensación hormigueante que le daba ganas de gritar como un palurdo. Respiró: golpearse con el brazo la barbilla había sido una buena opción.
El subte estaba repleto de gente, como de costumbre. El señor Ripossatti hizo la cola, compró su pasaje, lo pasó por el molinete y descendió al túnel. Esperó cinco, diez minutos, y el tren llegó: estaba lleno. El señor Ripossatti lo dejó pasar: la barbilla había comenzado a picarle otra vez, ahora del lado derecho. Tenía la sensación de que una sanguijuela estaba dándose una fiesta cerca de su mejilla. La imagen lo horrorizó, pero soportó estoicamente el ataque. Puso caras raras, pero eso no importaba tanto: con el barbijo las muecas se disimulaban muy bien.
Cuando llegó el próximo tren el señor Ripossatti ya se había olvidado de su picazón. Se subió, posicionándose estratégicamente al lado de un hombre canoso que leía el diario, y se dispuso a viajar, como todas las mañanas, con las manos en los bolsillos. Esa nueva medida no era penada por ley, pero la gente había descubierto que evitar el contacto era muchas veces más efectivo que estar embadurnándose con desinfectantes todo el tiempo.
Fue en ese instante, en el que subió la mujerona rubia de barbijo rosa y amarillo, que la cosa se hizo insoportable. La mujer, gorda y de rulos, pasó muy cerca del señor Ripossatti, y uno de sus pelos le acarició insolente la mejilla. El señor Ripossatti puso una cara rara y gimió: ese rulo le había hecho un cosquilleo demasiado insoportable, reavivando esta vez el escozor en toda la superficie de su boca y de su barbilla. Esto ya era demasiado.
Gimoteando, se agarró violentamente de uno de los caños del vagón y miró con desesperación por la ventanilla: debía resistir hasta la próxima estación, un poco más, sólo un poco más. Se bajaría y se metería en el baño y finalmente se rascaría, ¡sí!, debía esperar, debía ser paciente. No debía llevarse las manos a la boca, no importaba cuán fuerte fuera su necesidad.
Pero el señor Ripossatti no pudo esperar a llegar a la estación, no pudo resistir más, y ante la mirada atónita de las cuarenta personas que lo rodeaban, sacó la otra mano del bolsillo, se soltó del caño y se desprendió con violencia el barbijo rojo a pintitas que tanto lo estaba molestando.
Y finalmente se rascó.
El señor Ripossatti no tuvo tiempo de suspirar de alivio. Un ataque de manos enguantadas y paraguas asesinos se le vino al humo, seguido de una lluvia de golpes con olor a alcohol en gel. Entre gritos (“¡Asesino!, ¡Pornógrafo!, ¡Genocida!”) lo sacaron del vagón, que se había detenido, y siguieron golpeándolo. Una viejita de barbijo verde a rayas llegó con un aerosol desinfectante y roció el cuerpo laxo e inerte una vez que la turba se hubo dispersado. El barbijo a pintitas, que había quedado en algún rincón del vagón del subte, ya estaba siendo evacuado por un escuadrón de la policía especial dentro de una bolsa contenedora de residuos altamente tóxicos.
La gente salió indignada de la estación: la línea B de subte se había interrumpido. Los titulares del diario hablaban de un psicópata maldito ajusticiado por el pueblo, “el asesino sin barbijo”, un ejemplo de lo amoral y lo incauto. Los noticieros entrevistaron a la viejita de barbijo verde a rayas y le preguntaron cómo había tenido el coraje de acercarse a ese bulto informe de carne, recubierto de tantos gérmenes. La viejita respondió que ella era capaz de dar su vida por el pueblo. Los medios la pasearon varios días por distintos canales como una heroína nacional.
En cuanto al señor Ripossatti, no hubo mucho más que decir. El caso se caratuló como Intento de Genocidio y el hombre, muerto, fue encontrado culpable. Su cuerpo estuvo en el túnel del subte durante varias horas. Su mujer lo reclamaba con impaciencia: no porque lo extrañara, claro que no, sino porque quería cremarlo. Alguna vez había escuchado que un cadáver era sinónimo de infecciones. Terminado el proceso penal, le dieron el cuerpo, que ella ni quiso ver, para que lo quemara con bolsa y todo.
El barbijo de pintitas fue lo único que la mujer conservó. Ella tenía el mismo gusto que su mamá, y había decidido que no era cuestión de desperdiciar un diseño tan original así como así.
Pasada la ardua tarea de desinfección, lo guardó en el quinto cajón del placard de su pieza: algún día su hijo mayor lo vestiría, en alguna ocasión especial, porque este barbijo, pensó con ternura, ya se había convertido en un recuerdo de familia.


lunes, 27 de julio de 2009

Estiramiento desde el más allá

El dedo se alarga impertinente y apreta la tecla negra. Ya le habían dicho varias veces que no la tocara, que no la presionara, que no lo hiciera. Pero esta vez se trataba de un dedo rebelde, difícil de convencer con amenazas y repeticiones someras.
Un zumbido meloso envuelve al ambiente. El dedo se retrae, despacioso. Todavía está cerca de la tecla negra, esa especie de botón plástico oscuro que le había prometido desde otro plano un cambio de esos abruptos, ansiados y terribles. Se vuelve a apoyar en la tecla: el zumbido se acelera. Al dedo le gusta este ruido. No sabe bien si es lo que está buscando, pero el ruido siempre es mejor que el silencio.

Se trata de un dedo fino, de piel translúcida, muy blanca. Las pequeñas ramificaciones venosas dibujan un rictus extraño a lo largo de esta pequeña extremidad. La uña, perfectamente recortada, viste un poco de tierra. Ese polvillo mortuorio tiene que ser del cajón funerario. Sí, debe de ser eso. El dedo insurrecto habrá rascado la contención de madera, incansable, y ahí estaba el resultado.

Ahora el dedo rebelde ha presionado la tecla. Una tecla negra, un botón tortuoso, que ha disparado un zumbido horrible. Al dedo le sabe a mil ángeles; todo, TODO, es mejor que el silencio. Eso es lo que el dedo piensa (si acordamos en que una extremidad tiene algún tipo de sensación racionalmente procesada). Este dedo al menos siente, eso no podemos negarlo. Y el dedo sintió tocar el botón, por algún mandato del más allá, y ahora está ese zumbido, completamente insoportable, que al dedo le sabe a música en el paraíso.

Si un psicólogo estuviera presente ahora mismo, el dedo correspondería a un escape poético pero imposible; aunque el dedo ha tocado el botón, el dedo no es el cuerpo, el cuerpo no es la persona. Eros es más fuerte que Tánatos, pero este último llega para quedarse y no hay forma de escaparse.
No hay forma.

Digo que es un dedo rebelde porque es casi como si no hubiera comprendido todavía que el botón negro no lo salvará de su destino; le han dicho que no lo toque, pero, oh paradoja, él no lo ha escuchado. Ha deseado con todas sus fuerzas que esto no sucediera, pero, oh destino fatal, él no lo ha sufrido. El dedo es un simple ejecutor, un pequeño reaccionario que ha sobrevivido por algún milagro estrafalario al oscuro universo del rigor mortis. El dedo es un simple dedo, que ha birlado las ingenierías de madera para escapar hacia el botón negro. Y ahora el botón negro zumba y el dedo se queda quieto, muy quieto, esperando.

El dedo es sólo un trozo de carne, que se estira desde las tinieblas para tocar por última vez el mundo de los vivos. Este dedo fantasmal ya no pertenece a la luz; y será mejor que nadie lo vea. Porque han dicho que no había que tocar el botón negro y él lo ha escuchado, pero ha sido su dedo el que lo ha obedecido.
Será el dedo el que reciba el castigo.

Si.
Será mejor que no lo vean.

Porque si la alarma, ese zumbido insoportable, sigue gritando a los mil demonios, no faltará mucho para que la dueña de la funeraria venga a ver lo que sucede, y si ve lo que sucede, y lo ve al dedo, no tardará en echarlo a la bolsa de basura, o peor, no tardará en regalárselo a su marido, ése que tiene pasión por los cuerpos muertos; y si eso sucede, allí terminarán las aventuras del dedo, en una danza eterna por el mar de formol, dentro de un frasco de pepinos agridulces vaciado para la ocasión.