lunes, 27 de julio de 2009

Estiramiento desde el más allá

El dedo se alarga impertinente y apreta la tecla negra. Ya le habían dicho varias veces que no la tocara, que no la presionara, que no lo hiciera. Pero esta vez se trataba de un dedo rebelde, difícil de convencer con amenazas y repeticiones someras.
Un zumbido meloso envuelve al ambiente. El dedo se retrae, despacioso. Todavía está cerca de la tecla negra, esa especie de botón plástico oscuro que le había prometido desde otro plano un cambio de esos abruptos, ansiados y terribles. Se vuelve a apoyar en la tecla: el zumbido se acelera. Al dedo le gusta este ruido. No sabe bien si es lo que está buscando, pero el ruido siempre es mejor que el silencio.

Se trata de un dedo fino, de piel translúcida, muy blanca. Las pequeñas ramificaciones venosas dibujan un rictus extraño a lo largo de esta pequeña extremidad. La uña, perfectamente recortada, viste un poco de tierra. Ese polvillo mortuorio tiene que ser del cajón funerario. Sí, debe de ser eso. El dedo insurrecto habrá rascado la contención de madera, incansable, y ahí estaba el resultado.

Ahora el dedo rebelde ha presionado la tecla. Una tecla negra, un botón tortuoso, que ha disparado un zumbido horrible. Al dedo le sabe a mil ángeles; todo, TODO, es mejor que el silencio. Eso es lo que el dedo piensa (si acordamos en que una extremidad tiene algún tipo de sensación racionalmente procesada). Este dedo al menos siente, eso no podemos negarlo. Y el dedo sintió tocar el botón, por algún mandato del más allá, y ahora está ese zumbido, completamente insoportable, que al dedo le sabe a música en el paraíso.

Si un psicólogo estuviera presente ahora mismo, el dedo correspondería a un escape poético pero imposible; aunque el dedo ha tocado el botón, el dedo no es el cuerpo, el cuerpo no es la persona. Eros es más fuerte que Tánatos, pero este último llega para quedarse y no hay forma de escaparse.
No hay forma.

Digo que es un dedo rebelde porque es casi como si no hubiera comprendido todavía que el botón negro no lo salvará de su destino; le han dicho que no lo toque, pero, oh paradoja, él no lo ha escuchado. Ha deseado con todas sus fuerzas que esto no sucediera, pero, oh destino fatal, él no lo ha sufrido. El dedo es un simple ejecutor, un pequeño reaccionario que ha sobrevivido por algún milagro estrafalario al oscuro universo del rigor mortis. El dedo es un simple dedo, que ha birlado las ingenierías de madera para escapar hacia el botón negro. Y ahora el botón negro zumba y el dedo se queda quieto, muy quieto, esperando.

El dedo es sólo un trozo de carne, que se estira desde las tinieblas para tocar por última vez el mundo de los vivos. Este dedo fantasmal ya no pertenece a la luz; y será mejor que nadie lo vea. Porque han dicho que no había que tocar el botón negro y él lo ha escuchado, pero ha sido su dedo el que lo ha obedecido.
Será el dedo el que reciba el castigo.

Si.
Será mejor que no lo vean.

Porque si la alarma, ese zumbido insoportable, sigue gritando a los mil demonios, no faltará mucho para que la dueña de la funeraria venga a ver lo que sucede, y si ve lo que sucede, y lo ve al dedo, no tardará en echarlo a la bolsa de basura, o peor, no tardará en regalárselo a su marido, ése que tiene pasión por los cuerpos muertos; y si eso sucede, allí terminarán las aventuras del dedo, en una danza eterna por el mar de formol, dentro de un frasco de pepinos agridulces vaciado para la ocasión.

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