miércoles, 27 de agosto de 2008

Julio, Miguel y la prosa del mundo

“Pero en el fondo sé que todo es falso, que estoy ya lejos de lo que acaba de ocurrirme y que como tantas otras veces se resuelve en este inútil deseo de comprender, desatendiendo quizá el llamado o el signo oscuro de la cosa misma, el desasosiego en que me deja, la instantánea mostración de otro orden en el que irrumpen recuerdos, potencias y señales para formar una fulgurante unidad que se deshace en el mismo instante en que me arrasa y me arranca de mí mismo. Ahora todo eso no me ha dejado más que la curiosidad, el viejo tópico humano: descifrar”.
Julio Cortázar, 62/Modelo para armar

Lejos está de mis intenciones buscar transformar este blog en un diario íntimo. Quizás implique alguna suerte de frustración lejana para una estudiante de Letras no haber logrado llevar un diario con cierta regularidad en ningún momento de su vida adulta. Pero de ningún modo pretendo que este espacio compense ese aparente fracaso.
Hay, sin embargo, una coherencia que yo misma me exijo, que simplemente surge y respiran estas palabras, y es que empecé sosteniendo que el hombre vive el proyecto de sí mismo y que lo vive subjetivamente. Tengo que enlazar lo que me sucedió durante el día de hoy con esas palabras, tengo que izar la bandera de la subjetividad en esta breve crónica y en esta reflexión que hoy esbozo.
Ayer escuché a Cortázar decir que el azar hace las cosas mucho mejor que la lógica, y con él también me enlazo para hablar de esta causalidad que yo pude leer en los eventos de este día cualquiera.
Habiendo estado ya por un tiempo en mi mente el problema del escenario urbano, y, particularmente, el de la vida urbana, me encontré una vez más a bordo de un colectivo, camino al trabajo.
Todo espécimen de la especie urbana tiene un mayor o menor grado de adaptación al medio, en el que necesariamente desarrolla cierta tolerancia a cosas como la contigüidad con los otros, la masividad, la densidad de población, la despersonalización, e incluso (o sobre todo) el hacinamiento. Pero más allá de eso se había disparado en mí, algún tiempo antes, la duda acerca de todas estas condiciones, la pregunta, y más aun, se había desarrollado en mí una especie de fuerza contraria a la adaptación, en la que solamente podía resultarme insoportable aquello a lo que ya había estado por años adaptada. Últimamente sólo había podido articular una resistencia física e intelectual (sólo en el plano de mi mundo interno – aun me falta mucho para ser una revolucionaria) a toda esta estructuración, cruel, atroz, violenta, fatal, de la ciudad sobre mi subjetividad y mi corporalidad.
Violentamente alcancé la conclusión de que estaba siendo agredida, una y otra vez, en el paso de los días. De que mi integridad, mi dignidad y mi individualidad estaban siendo neutralizadas en cada pequeña escena urbana, en cada mirada fugaz al reloj, en esa sensación de asfixia en el subterráneo, en ese individualismo desgarrador, en cada minuto de opresión, de dolor, de desesperación.
Es desolador y es el fundamento de la locura ese momento en el que el ser humano se encuentra solo frente a su propia mirada del mundo. Es una fatalidad para el hombre ver a otros que sufren lo mismo que él sin manifestarse. Porque tanto los que acallan su locura o la subliman, como los que la viven en soledad, y porque incluso los que la naturalizan (en vez de: “¿qué hago en este bondi que me asfixia?”, se escapan por la tangente y piensan: “¿cómo sería posible que estuviera en otro lado que no fuera este bondi que me asfixia?” - El no puedo, el resguardo frente al abismo de la propia libertad-), incluso ellos, todos ellos, dejan, quizás sin saberlo, cada vez más absolutamente solo al hombre que se lamenta, al que sufre, al ser humano que desea.
Concluí también (más allá de mi vocación por llegar tarde) que el reloj es una invención fascista que nos impone un tiempo irreal, objetivo y falsamente universal, que determina que sea bondi cuando en mi mente es cama, que sea apremio cuando en mi pecho es calma, que sea adiós cuando en mí es encuentro.
La contramarcha de los sentidos, la sensibilidad coartada, la más cruda opresión y el más hondo vacío de sentido es lo que se me empezó a presentar como única interpretación posible para mi propia vida.
El mayor desconsuelo del hombre es que lo que le sucede sea intrascendente. La historia de la humanidad está marcada por la resistencia del hombre a la intrascendencia. Es una huella histórica en nuestras subjetividades.

Pero hoy me encontré nuevamente en un colectivo, ya lo dije. Pero hoy, algo fue distinto. Hoy antes de salir de mi casa, agarré impulsivamente un libro de un estante lejano. Hoy lo llevé conmigo en mi bolso, junto con hojas escritas por niños, junto con biromes, junto con un teléfono, junto con un guardapolvo. Hoy lo llevé conmigo, me acompañó y yo lo llevé. Hoy el colectivo me propició un lugar. Una persona se paró, estaba sentada y se paró, y allí estaba yo. Hoy me senté, me senté después de que una persona se paró (una que estaba sentada justo al lado de donde yo estaba parada) y alguien me avisó, me incitó, me pidió que me sentara, porque alguien no quería sentarse. Hoy ese asiento fue para mí, y después del asiento fue ese libro. Fue 62/Modelo para armar, fue otra vez Cortázar, hablándome desde los intersticios del mundo.
Y leí esa novela, leí apenas unas páginas. Dentro de todo ese orden tan absoluto y hostil (la ciudad, sus colectivos, sus horarios) algo me mostró sus aletas desde lo desconocido (aletas porque alas tiene la imaginación, que no se lee, ella es la que vuela; la literatura nada, el agua ofrece más resistencia que el aire). De repente un inverosímil me demostró que la trasgresión podía ser llevada a cabo, que ese espacio que para mí era de opresión, se había transformado ahora en escenario de algo más profundo, de algo emergente que modificaba mi subjetividad; se había transformado en escenario de, nada más y nada menos, que un hecho literario.

Seis horas después de lo que a Joyce le hubiera gustado llamar mi "epifanía", yo entraba a la facultad de Filosofía y Letras, a la clase de Teoría Literaria III y Vitagliano empezaba a hablar de cómo la ciudad es una estructura estructurante de la interioridad de los individuos. Comentaba, al pasar, el comienzo de la costumbre de usar reloj de bolsillo en el momento histórico en que el tren empieza a ser un medio de transporte usado para llegar a la ciudad, y el cambio por el cual la hora empieza a ser importante cuando de ella depende, simplemente, que te pierdas el tren o que alcances a tomártelo.
Luego Vitagliano habla, en la clase de Teoría, de que la sensibilidad no se construye sólo de pensamientos, sino de lágrimas, de cansancios, de sensaciones. Y se pregunta: “Si la Historia de la cultura es la historia del Pensamiento, de las Grandes Ideas, si sólo eso es lo tangible, lo que queda, lo que puedo tocar… ¿Cómo toco mi falta de libertad, cómo toco mi impotencia?”. Y yo recordaba el colectivo, recordaba la lectura de mi novela ahí, sentada en el colectivo. Pero no sólo eso, también recordaba una frase de Aristóteles, en su Poética: “La poesía es más filosófica y doctrinal que la historia; por cuanto la primera considera principalmente las cosas en general; mas la segunda las refiere en particular”. Yo estaba ahí, sentada en el aula de Filo, y de repente mi subjetividad estaba otra vez sentada en el bondi. Estaba ahí y estaba constituyendo, en un instante, en el mero fulgor de un segundo, ese orden subjetivo de irrupciones que Cortázar me había descrito más temprano hoy mismo. Y en esa constatación no podía más que leer algo que ya había estado intuyendo desde el comienzo de mi carrera en esa facultad: que siempre que uno busca descifrar, está en el mismo acto descifrándose a sí mismo. Mi búsqueda y la de la humanidad son una sola. Cuando no tengo voz, soy todos aquellos que alguna vez no tuvieron voz.
Yo soy esa misma sensibilidad que, como la de ellos, reclama ser descifrada.

Y sobre todo volvía otra vez a él, a quién más, a Julio, y coincidía una vez más con él. El azar hace las cosas mucho, pero mucho mejor que la lógica.

Noche en Buenos Aires, ya 28 de agosto de 2008

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